jueves, 7 de abril de 2011

De vuelta

Han pasado tantas cosas en este último mes que me siento como si me acabaran de centrifugar en un lavarropas. Ir a Argentina siempre significa sensaciones fuertes: reencontrarme con familia, amigos y el paisaje con el que me crié. Esta vez, sin embargo, todo fue más intenso. Mucho más intenso, y no por casualidad. No señor, hubo varios factores hucieron que fuera así.

Factor Marta y "otra Trini": esta vez, además de Trini (que fue conmigo como las dos veces anteriores) también se sumaron Marta y Trini Madre. Nos encontramos con ellas en el aeropuerto de Ezeiza después de perder la cuenta de los retrasos de Aerolíneas Argetinas y, tras los abrazos y besos pertinentes, nos dedicamos a recorrer tanto Buenos Aires como es posible en un día y medio. Me arriesgo a decir que hicimos un trabajo insuperable.
Fue muy lindo poder ver a nuestras familias juntas, bajo el mismo techo, sentadas a la misma mesa, o en el mismo barco haciendo una excursión por la ría. Fue precioso que Marta sacara cien mil fotos y que Mariana le hiciera la misma cantidad de consultas médicas. Y lo mejor de todo fue mi mamá que, adelantándose al matrimonio, presentaba a su "consuegra" a troche y moche.


Factor Mía: nunca imaginé que tener una sobrina podía ser tan lindo. Cuando fuimos hace dos años acababa de nacer, así que sus funcionalidades eran bastante limitadas. En el mundo de la telefonía celular vendría a ser el equivalente a un Motorola Tango, o "ladrillo". El año pasado ya era un Nokia C115, que mandaba mensajes de texto cortitos y, si bien te permitía comunicarte, la interfaz era un poco precaria. Ahora, sin embargo, es un iPhone de última generación: comunicación ilimitada, entiende cuando le hablás y tiene una memoria impresionante. Comparaciones aparte, es difícil explicar lo que se siente cuando una personita de cuatro palmos de altura te dice "tío, te amo" (que ella pronuncia "te iamo").


Factor libro: por si quedara alguien sin enterarse, publiqué una novela. Ya me expanderé sobre este tema en el próximo post, pero por lo pronto quiero decir que superó todas las expectativas que tenía antes de la presentación. Más allá de que los medios de comunicación me dieron un montón de bola y que el museo me cumplió el sueño de dejarme hacer la presentación ahí, el cariño que recibí de la gente es indescriptible. El número de personas que me dieron un beso, un abrazo o una palabra de aliento durante el mes pasado es mayor que en todo el resto de mi vida.


En fin, muchachos... todo eso sumado a la alegría de reencontrarme con mi familia y los amigotes de siempre, teniendo a su vez a mi lado a Trini, hicieron que éste fuera, más que nunca, un viaje inolvidable.
Marzo de 2011 fue el mejor mes de mi vida. Por eso se hace difícil estar de vuelta.

sábado, 11 de diciembre de 2010

El mate es una joya

Estos días anduve por Nueva Zelanda. Fui a una conferencia en Christchurch, la ciudad más grande de la isla del sur, y lo más interesante del viaje es que nadé con delfines en libertad. Pero de eso hablaré en otro post, más adelante (ya explicaré por qué).
Hoy me siento escribir para contarles, una vez más, acerca del mate. En dos posts anteriores (éste y éste), ya he tocado el tema de cómo se ve el mate en otros países y qué piensa la gente al respecto. Sin embargo lo que me pasó esta vez jamás lo podría haber imaginado.
Voy caminando por Christchurch y me encuentro un cartel en el medio de la vereda que dice “Yerba maté in store now” (algo así como "Ahora tenemos yerba mate"). No sé por qué el acento en la e, debe ser porque queda más exótico todavía. En fin, veo el cartelito y dudo acerca de sacarle una foto. Pensé que ya estamos en el siglo XXI y que a nadie le sorprende que se venda yerba en otros países. La globalización y todo eso.
Pero al final un impulso me hizo sacar la cámara, y otro me obligó a entrar y preguntar el precio. Era un multirubro pequeño, de esos que venden lápices, bebidas energéticas y mapas políticos por igual. Le pregunto a la señora que atiende cuánto cuesta la yerba mate y me mira con cara de no entender nada. Debe ser mi acento, pienso, o su oído, porque ella es china. Le pregunto de nuevo, más despacio y pronunciando “ierba matei”, para anglonizarlo un poco, pero su cara de póker no cambia.
Entonces reprimo mis ganas de cazarla del brazo y arrastrarla hasta el cartel. Me calmo y me culpo. No lo estarás pronunciando bien, me digo, y me limito a señalar con el dedo y preguntarle si tiene eso que hay escrito en el cartel en la vereda.
-¡Ah, no! –me dice- Eso es de la joyería de al lado.
-Excuse me, ¿joyería?
-Sí, sí, ¿no ves que el cartel tiene el logo y el nombre de la joyería?
-Ah, no me había dado cuenta. Discúlpeme –le digo, y me voy.

A la izquierda el almacén, a la derecha la joyería.
Me acerco al cartel, para asegurarme de que no era el día de los inocentes chino y la mujer me estaba tomando el pelo, y compruebo que, efectivamente, corresponde a la joyería. Miro por la vidriera y veo un montón de anillos de oro, unas piedritas que me imagino serían diamantes, y muchas otras cosas chiquitas, brillantes y caras. Pero de la yerba no hay rastro.
Me meto, tímido, y le pregunto al que me atiende si el cartel de la yerba mate (solo él sabe cómo lo pronuncié esta vez) era de ellos. Me dice que sí, y pone sobre el mostrador una caja de cartón, tapando toda la sección de alianzas de matrimonio. Había dos mates, tres bombillas y cuatro paquetes de yerba, todos de un kilo: Taragüí, Rosamonte, Canarias (uruguaya) y una brasilera que no me acuerdo el nombre.
-¿Y cómo es que una joyería termina vendiendo esto?
-El hermano del dueño fue a Sudamérica y se trajo unos paquetes. Al dueño le gustó y ahora toma todo el día. Y como en esta ciudad no hay nadie más que la venda...
-¿Y quién la compra?
-Gente de Sudamérica, en general –me dice, y me mira con una expresión que traduzco como “¿me vas a comprar o para qué carajo viniste?”.
-Muchas gracias, che –le digo, “che” lo pronuncio igual, porque no lo va a entender de ninguna forma. Y me voy.
Al final no le pregunté cuánto costaba porque, al fin y al cabo, no tenía intenciones de comprarle. Además, sabía de antemano que la vendían como si fuera oro.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Una postal de Puerto Deseado

Literal. El otro día mientras buscaba no se qué en ebay, puse "Puerto Deseado", y apareció esta postal. No me la compré porque vale 35 dólares, pero me descargué las fotos del anuncio.
Para los que nunca estuvieron en el pueblo, está tomada del lado habitado de la ría. En frente (detrás de la cabeza del hombre con sombrero a punto de bajarse) se ve, diminuta, la piedra Toba: una enorme piedra con forma de horqueta que es todo un símbolo para los deseadenses.


La postal tiene el sello del correo de Puerto Deseado del día 18 de agosto de 1921 y está dirigida a José Imelio, con dirección en Italia 1338 de la ciudad de "Rosario de Santa Fé". Intenté transcribir lo que dice en el dorso, pero algunas cosas no las pude descifrar del todo. Así que si alguien tiene ganas y tiempo, me puede ayudar con lo que está en negrita:
Estimado amigo Don José Imelio
Hace varios meses hablé con M. Figallo y me dijo que han viajado juntos en vapor por -Italia-. Yo siempre viajo y cada vez, con mejor resultado para la casa. Saludos cordiales para Ud y familia.
Amb Ravaschuy
Me pregunto qué pasaba por la mente de los que en ese momento desembarcaban, quizás para empezar una nueva vida huyendo de una Europa destruida, o probando suerte en un lugar lejano de su propio país. Seguramente alguno de todos esos es el abuelo o bisabuelo alguien que hoy camina por Puerto Deseado.
Con suerte, alguien sin prejuicios en contra de quienes  no son del pueblo "de toda la vida" :)

jueves, 14 de octubre de 2010

Gran viaje gran (4 de 4)

Última entrega de este espectacular viaje, señores.
Nos despedimos de Coober Pedy con lágrimas en los ojos (no de tristeza sino de tanto polvo) y encaramos el tramo más monótono del viaje: casi ochocientos kilómetros de nada absoluta, ni siquiera un mísero canguro vimos.
Eso sí, camiones, los que se te ocurran. Acá tienen los que llaman road trains (trenes de carretera) que vienen a ser unos camiones enormes con hasta cuatro acoplados. La mayoría de los que nosotros nos cruzamos llevaban ganado (vacas), pero aparentemente los hay de todo tipo y color.

Un road train posando detrás mío.
Y así se pasaron esas ocho horas o más: mucho road train y alguna que otra parada para cargar combustible, comer o hacer pipí.
Cuando según nuestros mapas faltaba poco para llegar, apareció en el horizonte lo que sería la coronación de nuestro viaje: Uluru o the rock, que es como la llaman los australianos.

Típica foto de emocionados que no pueden esperar a tenerlo cerca (Trini continúa con las drogas).
Al llegar al cámping, unos que estaban acampados enfrente nuestro se me acercaron y me preguntaron cómo había hecho para traerme tres chicas al campamento. Obviamente, no le revelé el secreto, ni siquiera cuando me recomendó que no nos perdiéramos el amanecer en "The Olgas", que es la única otra formación rocosa de por esos pagos.
Fuimos, y fue precioso. En las fotos no se puede apreciar la roca iluminándose poco a poco conforme el sol asoma en el horizonte. No alcanza con decirlo, pero es hermoso.

Valió la pena levantarse a las cinco de la mañana.

Por un error de comunicación, Ana entendió Antártida en lugar de Australia.

Dedicamos el resto del día a caminar alrededor de Uluru, un paseíto de cuatro horas largas que valió la pena cada paso de los once kilómetros. La roca por momentos parece un tobogán de un parque acuático, luego unas cuevas te hacen acordar de la boca de un enorme tiburón, e incluso una parte tiene un aire al perfil de Maradona.

Diego estampado en Uluru (lo recordaba más parecido).

Festejando los once kilómetros.
Al día siguiente queríamos hacer una caminata con un guía aborígen, pero se suspendió porque llovió a cántaros (al final es como yo digo, desierto las pelotas. ¡Un momento! A lo mejor Ana no estaba tan errada con el atuendo).
Poniéndonos serios un segundo, el tema de los aborígenes es delicado. El gobierno les devolvió las tierras donde está Uluru (al que ellos consideran sagrado) a cambio de un contrato para que ellos, el gobierno, lo administrase durante 99 años. Te lo devuelvo pero me lo quedo un siglo más.
Hay una especie de tensión, por ejemplo, con el tema de escalarlo. Los visitantes pueden subir a la cima de la piedra si las condiciones climáticas lo permiten pero son avisados de que los aborígenes lo consideran una ofensa. Es decir, que el turista sin comerla ni beberla se encuentra entre la espada y la pared pensando "tengo la posibilidad de subir uno de los monolitos más emblemáticos del mundo, pero al hacerlo estaría ofendiendo a gente que lo considera sagrado". Y las balanzas de cada uno pesan distinto. En nuestro caso no hubo decisión que tomar porque estaba cerrado por fuertes vientos, aunque no lo hubiéramos escalado.
Otro tema son las adicciones. Para comprar alcohol en el pueblo uno tiene que tener un pase que se obtiene al hospedarte en un hotel o un camping. No se le vende alcohol a los aborígenes. Pero lo más curioso es el combustible que se usa en esa zona, llamado Opal, que está diseñado para que no sea inhalable (mejor dicho, para que al inhalarlo no tenga efectos narcóticos). También venden del otro, pero tenés que pedir una llave dentro de la estación de servicio para destrabar el surtidor.
Estos temas fueron quizás el único pequeño sabor amargo que me dejó el viaje. Australia está considerada parte del primer mundo pero tienen en el centro gente a la que ignoran tanto como nosotros a los nuestros. El blanco no quiere al negro por vago y primitivo, y el negro no quiere al blanco por invasor y destructor. Y así va el mundo.
Devolvimos el coche en el aeropuerto, 3060 kilómetros más tarde que el primer día.
Analía, Ana y Trini, gracias. Fue un placer.

Cuarto y último día (de coche)

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Gran viaje gran (3 de 4)

El tercer día nos levantamos en Port Augusta (pronúnciese Port Ogasta) y nos fuimos al supermercado a abastecernos con bastante comida y agua, como todo el mundo nos había recomendado. Incluso un compañero de trabajo al que dos semanas antes del viaje le conté lo que teníamos planeado, trajo un mapa de Australia y me dio un consejo:
-Desde acá en adelante -dijo mientras aplastaba a Port Ogasta con su dedo índice- no hay nada. Nada de nada. Nada con N mayúscula. De verdad te lo digo, no hay palabras que enfaticen lo suficiente la nada que hay a partir de acá.
Otro chico, también nacido y criado en la australia rural, fue un poco más drástico:
-Ahí te podés morir.
Con estos consejitos en nuestro haber decidimos que la desgracia no nos encontrara con la panza vacía, así que atiborramos el coche de comida y agua hasta el máximo de las capacidades del baúl y de nuestras billeteras. Y así, con latas de atún hasta en la guantera, nos adentramos en lo que los australianos llaman el Outback.
Foto: Yo, a cargo del agua.
Y acá es donde necesito hacer un paréntesis. El viaje era al desierto y yo me imaginaba camellos, dunas y cincuenta grados a la sombra, pero resulta que el paisaje es muy parecido a la meseta patagónica. Por momentos era imposible notar la diferencia entre la Stuart Highway y la ruta 281. Idéntico. Salvo quizás las alimañas mortales de las que nosotros, gracias al cielo, carecemos.
Como no había absolutamente Nada (con mayúscula) entre Port Augusta y el pueblo donde haríamos la siguiente noche, se nos ocurrió mirar en el mapa carretero que llevábamos, a ver si había algún desvío que pudiéramos tomar. Mi jefe me había dicho que lo más interesante de esa zona era encontrar un pueblito perdido con cuatro casas, un pub y una estación de servicio (sí señores, estábamos buscando nuestro Tres Cerros australiano).
Finalmente uno de los cuatro cráneos (está bien, fui yo, pero estoy seguro de que las otras tres no tendrán problema en compartir la culpa), sugirió un desvío. Había cuatro puntitos en el mapa. Cuatro puntitos, cuatro pueblitos, pensamos, y nos doblamos a la derecha por un camino de tierra colorada.
Quince kilómetros más tarde vimos los primeros y últimos canguros de un viaje que no se caracterizó por la gran cantidad de fauna (aunque, para ser justo, más tarde encontraríamos también algunos emus). Nos planteamos darles algo de pan, como hacemos con los que tenemos cerca de casa, pero decidimos que no porque estos eran salvajes salvajes, y los "nuestros" son salvajes acostumbrados. Además, en un viaje al desierto no estábamos para andar dándole nuestras provisiones a la fauna del lugar.
Finalmente llegamos al primer puntito: una casa y un galpón. Nos salió a recibir un hombre cuyo inglés era tan entendible como el del perro que lo acompañaba (al perro al menos se le entendía el guau). Medio hablando, medio por señas, le expliqué nuestro plan de desvío, visitando su pueblo y los tres siguientes para finalmente reincorporarnos a la ruta asfaltada. La respuesta me la tuvo que repetir tres veces. La primera entendí privado y cuatro por cuatro. La segunda creí reconocer pueblo y volver. Recién a la tercera decodifiqué el mensaje entero:
-Esto no es un pueblo sino una estación de ganado. El resto tampoco son pueblos. El camino es privado y de acá en adelante sólo es accesible con una cuatro por cuatro. Vuélvanse a la ruta de asfalto.
Aquello fue demoledor.
Nos planteamos ignorar al hombre y seguir según el plan, pero nuestra naturaleza miedosa nos hizo volvernos a los cincuenta metros. Menos mal, porque cuando el cráneo que había sugerido tomar ese desvío volvió a mirar el mapa se dió cuenta que la línea punteada a partir del "pueblito" era ligeramente diferente a la de antes del pueblito. Las referencias del mapa lo decían bien claro: Únicamente cuatro por cuatro.
Nos volvimos con el rabo entre las piernas y continuamos el viaje hacia el norte en silencio, (yo al menos) rumiando el fracaso.
Nos quedaba de consuelo de que aquella noche dormiríamos en Coober Pedy, un pueblo que vive de las minas de ópalo y donde la gente duerme en casas subterráneas para no achicharrarse del calor que hace en verano. De hecho, la habitación que teníamos reservada estaba a 6 metros bajo tierra. Dormir en cuevas sería una experiencia nueva.
Y lo fue. Como también masticar polvo durante veinticuatro horas seguidas.
Nuestra habitación subterránea
Se ve que lo que no tuvimos en cuenta es que las minas no sólo están en las afueras sino también en el pueblo. De hecho, nuestro hotel había sido una mina antiguamente. No lo comprobé, pero me arriesgaría a decir que en Coober Pedy las huellas digitales se compran en el supermercado en packs familiares, porque con tanto polvo en el ambiente los dedos se te quedan lisos al tercer día.
Y no sólo hay casas bajo tierra, sino también un bar, restaurantes, hoteles, tiendas y hasta una iglesia serbia (lo juro) subterránea. Visitamos todo lo visitable, incluso la iglesia serbia, y llegamos los cuatro más o menos a la misma conclusión: Coober Pedy es la muerte en vida.

Foto: Los techos de Coober Pedy (nótense las chimeneas de ventilación saliendo del suelo)
El dueño del restaurante en el que cenamos se ve que no opinaba lo mismo, porque llevaba en el pueblo los treinta y dos años que hacía que se había ido de Italia. La única explicación que le encuentro es que era siciliano, y por más poderosa que sea la mafia, a Coober Pedy no te van a ir a buscar aunque les debas millones.
Le pregunté si siempre había tenido restaurante y me dijo que mayormente sí, aunque también había trabajado con los ópalos. Cuando le consulté si la minería era una buena forma de ganarse la vida, me respondió con la sabiduría de los grandes:
-Si fuera buena no estaría vendiendo comida.
Y con esa frase y un plato de ñoquis en el buche me fui a dormir, contento y empolvado, seis metros bajo tierra.

Recorrido del tercer día (no incluye desvío)

domingo, 12 de septiembre de 2010

Gran viaje gran (2 de 4)

A la mañana siguiente debíamos decidir si seguir por una carretera de costa u optar por una sembrada de viñedos (gracias Ana), aunque cualquiera fuese nuestra decisión había que levantarse tempranito porque estábamos atrasados unos 100 kilómetros con respecto al plan original.
No decantamos por los viñedos, para variar un poco y porque nos gusta el vino. De hecho, paramos en una bodega a comprarnos una botella de totín para disfrutar a la noche, donde fuera que termináramos pasándola.
Nuestra máquina entre viñedos.

Viñedos sin nuestra máquina :P (Esta foto me encanta)
Cerca del mediodía ya estábamos en Adelaida, una ciudad de primera. De primera porque si pasás en segunda no la ves (este chiste siempre me gustó mucho y por algún motivo no tiene el éxito que se merece). En fin, dicho a calzón quitado, nos pareció más bien chiquita y aburrida. Pobres ilusos y además desagradecidos, no sabíamos que era prácticamente el último bastión de civilización de nuestro viaje.
Buscando un lugar para comer dimos con un mercado donde había varios puestitos de frutas, verduras, comidas y algunos cafés y pizzerías (una especie de Boquería, pero en mini). Elegimos una mesa y mientras esperábamos nuestro almuerzo aprovechamos para comprar algún quesito y acompañar el vinacho destinado a celebrar la finalización del día dos.
Tras un almuerzo de casi dos horas nos volvimos a poner en ruta. El trayecto me pareció precioso, con mucho paisaje tipo irlandés (vaquitas y colinas verdes tipo el señor de los anillos).
Ya entrada la noche llegamos a Port Augusta (que vendría a ser el último pueblo donde comprar comida y agua antes de internarte en la nada) y esta vez no hubo historias para no dormir por parte de los dueños del motel, que era una familia de la India. En lugar de eso, la mujer me dijo que siempre había querido visitar la Argentina y me preguntó cómo estaba el tema de la seguridad. Le dije que todavía no estábamos al nivel de Mónaco, pero que íbamos en camino y se mostró decidida a visitar, este año o el que viene, nuestra gran pampa húmeda.
Volviendo a nuestro viaje, por suerte durante este segundo día nos repartimos la tarea de manejar el auto entre los cuatro, así que se hizo bastante más llevadero. Respecto a nuestras visitas Ana y Analía, las chicas se desempeñaron con más dignidad de la que esperábamos, teniendo en cuenta de que no es fácil que de golpe te pongan el volante del otro lado y te hagan ir por la izquierda.

El segundo día ya fueron más kilómetros

jueves, 2 de septiembre de 2010

Gran viaje gran (1 de 4)

Un viaje como el que hicimos se merece al menos diez entradas en el blog, pero para no espantar a la clientela, acotaré a cuatro.
Resulta que Analía y Ana decidieron pasar unas cuantas semanas en Australia y no sólo visitarnos sino también aprovechar para recorrer el país/continente. Nosotros, ni lerdos ni perezosos, nos unimos a ellas en una de las aventuras.
El primer día de este gran viaje gran, Trini y yo volamos a Melbourne a una hora inhumanamente temprana (después de una hora y pico de vuelo llegamos tipo 7:30 de la mañana, así que saquen cuentas a qué hora nos tuvimos que levantar). Tras recoger en el aeropuerto nuestro equipaje y las llaves de un auto de alquiler, un Holden (marca australiana) modelo Commodore con caja automática y bastante nuevo, nos pusimos en carrera sin perder un sólo minuto.
Las chicas habían ido a Malbourne un día antes para conocer un poco la ciudad y la idea era encontrarnos con ellas en las afueras para evitarnos el garrón de tener que meternos al centro en hora pico. El encuentro no pudo salir mejor ya que llegamos a la estación de tren en la que habíamos quedado exactamente al mismo tiempo. De hecho cuando íbamos a cruzar las vías en el coche se baja la barrera para que pase un tren... ¡Y era el de ellas! Fue sincronía de reloj suizo.
Una vez los cuatro reunidos empezamos a tirar kilómetros para el sudoeste hasta llegar a una ruta que se llama la "Great Ocean Road". Fiel a su nombre, va la mayoría del tiempo pegada al mar y los paisajes son impresionantes. En un momento corta un poco de campo y se mete a un bosque de eucaliptus. Al adentrarnos (esto no queda bien que yo lo diga pero lo voy a decir igual) comenté "en esta zona tiene pinta de que hay koalas". Y dicho y hecho! Doblamos la siguiente curva y vemos parado al costado de la ruta un colectivo y quinientos mil chinos sacando fotos a un árbol. Nos detuvimos y, efectivamente, había un koala en un arbol que no estaría a más de 3 metros de altura. Si estirabamos la mano seguramente podíamos tocarlo. El tema es que a pesar de parecer tan dóciles no es una buena idea intentar el contacto físico con los que están en libertad (basta con verles las uñas para entender por qué).
Le sacamos varias fotos una vez se fueron los chinos y nos medio adentramos en el bosque en busca de más ejemplares. Logramos ver otros 3 o 4, pero ninguno tan cerca como el primero.
Kilómetros, parar a comer y más kilómetros. Finalmente llegamos a la vedette de esa ruta, los doce apóstoles, que son formaciones de piedra caliza súper fascinantes producto de la erosión del viento y el agua. Hay columnas de piedra gigantes en el agua, sifones, gargantas y hasta un puente entre dos columnas (tipo el que se hace en el glaciar Perito Moreno, pero de piedra). Fue increíble. Fuimos avanzando por la ruta parando en cada uno de los miradores hasta que se nos acabó la luz (por suerte pudimos ver casi todo aunque al final nos agarró la noche).

Una vez oscuro, continuamos por un par de horas más hasta que, vencidos por el cansancio, buscamos un motel (tipo película yanqui) en el cual dormir. Mientras negociábamos el precio, la dueña nos metió un montón de miedo hablando de accidentes en la ruta por manejar de noche. Se ve que los canguros son mucho más impredecibles que las ovejas o los guanacos y para cuando los viste los tenés en el asiento del acompañante.
Por suerte, el cansancio me inhibió las pesadillas.

Nuestro recorrido el primer día

Hasta aquí el primer día del viaje, amiguitos. De a poco iré poniendo los otros.
¡Un abrazo!