*** INTRODUCCIÓN ***
Cuando era chico practiqué todos los deportes que existían en Puerto Deseado. Mis comienzos fueron con el básquet, pero siempre fui un jugador mediocre. Al tiempo me pasé al kung fu hasta protagonizar un par de hechos violentos que me asustaron hasta el pundo de retirarme con 13 años (eso y el viaje a Chile: diez horas en un colectivo para que me peguen cinco patadas y quedarme afuera del torneo en menos de 45 segundos). Fui también a dos clases de fútbol. Practiqué volley y hasta llegué a disputar un torneo en San Julián: perdimos porque saqué mal el último punto del tie-break. Ya adolescente, tuve un paso fugaz por la natación: mi mayor logro fue un torneo local que ganó Marcelo, uno de mis mejores amigos y compañero de entrenamiento.
Mis viejos no me obligaban a hacer deporte. Era decisión mía. Ellos no me decían en cuál anotarme ni cuál dejar. En casa sólamente existía una regla respecto de ese tema: kayak no.
La negativa estaba fundada en que al poco tiempo de mudarnos al lugar, varias personas murieron ahogadas en cuestión de unos pocos meses. Una de ellas estaba intentando cruzar la Ría en kayak. Es muy probable que yo hubiera hecho lo mismo con mis hijos ante una situación similar, pero eso no lo podemos entender a cierta edad y en ciertas circunstancias.
Para colmo, la escuela municipal combinaba (y probablemente siga combinando) la enseñanza de técnicas de remo con paseos por diferentes rincones de la Ría Deseado, para que los alumnos (todos niños y adolescentes) pudieran disfrutar de una fauna marina que impresiona a cualquiera, independientemente de lo que haya visto en su vida. Cormoranes, pingüinos, lobos marinos, toninas overas y otro montón de bichos que son hermosos de ver en su hábitat natural conviven pacíficamente en este rincón de la Patagonia Argentina.
Se entiende, ¿no? Dos razones para practicar kayak: los animales y la prohibición.
Aunque estaba decidido a hacerlo cueste lo que cueste, para inscribirme necesitaba una autorización de mis padres que no iba a conseguir. Así entonces decidí posponerlo hasta que s presentara una buena ocasión. Finalmente llegó cuando yo era adolescente. Me hice amigo de unos chicos que tenían su propio kayak.
Al principio andaba por aguas muy tranquilas y poco a poco me fui largando a explorar cosas más lejanas e interesantes. Un día llegó el desafío final: cruzar la Ría. El que me lo propuso dominaba mucho el tema así que me sentí seguro y acepté.
Salimos temprano. Sólo recuerdo dos cosas de todo lo que llevaba: el salvavidas y el miedo :). A mitad de camino, cuando las olas eran de más de un metro y mis brazos estaban destruídos, me acordé de mis viejos. Ese fue el primer momento en el que pensé que tal vez tenían razón. Pero ya era tarde para pegar la vuelta: faltaba lo mismo para una orilla que para la otra. Así que seguí remando y llegué con la lengua afuera.
Nenes de 12 años cruzan la ría y hasta ha habido gente que lo hizo nadando. Sin embargo para mí, un kayakista furtivo, era un logro increíble. La recompensa fue inmejorable: del otro lado pude, por primera vez, ver un nido de pingüino habitado por la familia completa, pareja y pichoncito.
No me acuerdo qué hice cuando volví a mi casa, pero tengo perfectamente claro qué cosa NO hice.
Nunca, hasta el día de hoy, les había confesado a mis viejos esta aventura que en perspectiva puede parecer trivial pero que en su momento me hizo latir el corazón a velocidades desconocidas para mí. Al principio, no lo declaré para no preocuparlos, más adelante me lo callé sin razón lógica.
*** NUDO ***
Toda esta introducción es para justificar la SEGUNDA mentira. Ayer cuando mi vieja me preguntó qué planes tenía para el fin de semana, le dije que todavía no lo tenía claro.Viejos, abu y Mariana: pido perdón pero prefiero que se enteren ahora, que viví para contarlo:
*** DESENLACE ***