domingo, 24 de agosto de 2008

Dos mentiras a mi familia


*** INTRODUCCIÓN ***
Cuando era chico practiqué todos los deportes que existían en Puerto Deseado. Mis comienzos fueron con el básquet, pero siempre fui un jugador mediocre. Al tiempo me pasé al kung fu hasta protagonizar un par de hechos violentos que me asustaron hasta el pundo de retirarme con 13 años (eso y el viaje a Chile: diez horas en un colectivo para que me peguen cinco patadas y quedarme afuera del torneo en menos de 45 segundos). Fui también a dos clases de fútbol. Practiqué volley y hasta llegué a disputar un torneo en San Julián: perdimos porque saqué mal el último punto del tie-break. Ya adolescente, tuve un paso fugaz por la natación: mi mayor logro fue un torneo local que ganó Marcelo, uno de mis mejores amigos y compañero de entrenamiento.
Mis viejos no me obligaban a hacer deporte. Era decisión mía. Ellos no me decían en cuál anotarme ni cuál dejar. En casa sólamente existía una regla respecto de ese tema: kayak no.
La negativa estaba fundada en que al poco tiempo de mudarnos al lugar, varias personas murieron ahogadas en cuestión de unos pocos meses. Una de ellas estaba intentando cruzar la Ría en kayak. Es muy probable que yo hubiera hecho lo mismo con mis hijos ante una situación similar, pero eso no lo podemos entender a cierta edad y en ciertas circunstancias.
Para colmo, la escuela municipal combinaba (y probablemente siga combinando) la enseñanza de técnicas de remo con paseos por diferentes rincones de la Ría Deseado, para que los alumnos (todos niños y adolescentes) pudieran disfrutar de una fauna marina que impresiona a cualquiera, independientemente de lo que haya visto en su vida. Cormoranes, pingüinos, lobos marinos, toninas overas y otro montón de bichos que son hermosos de ver en su hábitat natural conviven pacíficamente en este rincón de la Patagonia Argentina.
Se entiende, ¿no? Dos razones para practicar kayak: los animales y la prohibición.
Aunque estaba decidido a hacerlo cueste lo que cueste, para inscribirme necesitaba una autorización de mis padres que no iba a conseguir. Así entonces decidí posponerlo hasta que s presentara una buena ocasión. Finalmente llegó cuando yo era adolescente. Me hice amigo de unos chicos que tenían su propio kayak.
Al principio andaba por aguas muy tranquilas y poco a poco me fui largando a explorar cosas más lejanas e interesantes. Un día llegó el desafío final: cruzar la Ría. El que me lo propuso dominaba mucho el tema así que me sentí seguro y acepté.
Salimos temprano. Sólo recuerdo dos cosas de todo lo que llevaba: el salvavidas y el miedo :). A mitad de camino, cuando las olas eran de más de un metro y mis brazos estaban destruídos, me acordé de mis viejos. Ese fue el primer momento en el que pensé que tal vez tenían razón. Pero ya era tarde para pegar la vuelta: faltaba lo mismo para una orilla que para la otra. Así que seguí remando y llegué con la lengua afuera.
Nenes de 12 años cruzan la ría y hasta ha habido gente que lo hizo nadando. Sin embargo para mí, un kayakista furtivo, era un logro increíble. La recompensa fue inmejorable: del otro lado pude, por primera vez, ver un nido de pingüino habitado por la familia completa, pareja y pichoncito.
No me acuerdo qué hice cuando volví a mi casa, pero tengo perfectamente claro qué cosa NO hice.
Nunca, hasta el día de hoy, les había confesado a mis viejos esta aventura que en perspectiva puede parecer trivial pero que en su momento me hizo latir el corazón a velocidades desconocidas para mí. Al principio, no lo declaré para no preocuparlos, más adelante me lo callé sin razón lógica.



*** NUDO ***
Toda esta introducción es para justificar la SEGUNDA mentira. Ayer cuando mi vieja me preguntó qué planes tenía para el fin de semana, le dije que todavía no lo tenía claro.
Viejos, abu y Mariana: pido perdón pero prefiero que se enteren ahora, que viví para contarlo:



*** DESENLACE ***





domingo, 17 de agosto de 2008

Un sábado cualquiera
Un sábado cualquiera te levantás y saludás a la estadounidense que vive con vos. Llamás a tu novia española para decirle buenas noches y rechazás la invitación de un argentino para tomar algo en un bar de San José. No podés ir con él porque dentro de una hora estás sentado en el tercer vagón de un tren a San Francisco para encontrarte, tres paradas después de subirte, con un tunecino que conociste en el mismo tren, en sentido contrario.
Cuando llegan a la ciudad, le preguntás a un americano cómo ir a la dirección que tenés anotada en un papelito. De camino escuchás a alguien en bicicleta cantar en español. Saluda a un comerciante sin duda "hispanic" y automáticamente le hacés una pregunta de una sola palabra. "Cuba?". Te responde que sí, y se presenta como rumbero y percusionista. Cinco minutos más tarde entrás a una tienda de productos latinos. Preguntás si tienen yerba y aclarás, como si hiciera falta, que sos argentino. Te responden, en un colombiano perfecto, que en el segundo pasillo a la derecha. Tu amigo africano antes de que le puedas explicar de qué se trata se compró un mate, una bombilla y un paquete de Taragüí. Mientras terminan de pagar le explicás cómo prepararlo, cómo tomarlo y le respondés que sí, que es legal. Llegan a una pizzería y mientras te preparan una grande de jamón le pedís al vietnamita que te acaba de cobrar que te deje pasar al baño. El lugar es tan chico que tenés que cruzar la cocina, donde los pizzeros hablan español. Son guatemaltecos y después de hacerte unos comentarios de la semifinal Argentina-Brasil, te aclaran que ellos también dicen "vos" y no "tú". Pizza adentro y a caminar. Llegan a Castro, el barrio gay y tu amigo propone sentir la cultura estadounidense en un Starbucks. Al terminar el café, uno de la mesa de al lado te dice, en frente de su novio caucásico, que tenés un "beautiful hair". Te vas con tu amigo a paso redoblado y le preguntan a alguien cómo ir al barrio chino. Responde en italiano al tiempo que a tu lado pasa una pareja de franceses y tu amigo, el tunecino, recuerda sus cuatro años de universidad en París. En cinco minutos están perdidos de nuevo. Le preguntan a un grupo de asiático-americanas que señalan un túnel. Del otro lado desaparecen, casi, los carteles con letras de tu alfabeto. Todo está escrito en un oriental indiscernible. Él y vos atraviesan pescaderías, restaurantes y una iglesia que anuncia misas en mandarín, inglés y cantonés. De repente el paisaje cambia. Ves a dos sordomudos hablando con señas. Te equivocás: escuchan perfectamente además gritan... en italiano. Después del gelato en "Little Italy", un afroamericano te pide un dólar, y ante tu negativa te pone una mano en el vientre al tiempo que te dice "you are so sexy". Vas al Golden Gate pensando en suicidarte, pero decidís volver porque tu amigo prefiere bar a morgue. Encuentran uno que pinta bien y entran. Además de estadounidenses, hay australianos y escoceses alrededor de un irlandés que canta y toca el piano. Tiene la manía de preguntarle a todo el mundo, entre canción y canción, de dónde vienen.
¿Acaso eso le importa a alguien? Te preguntás, compartiendo el vagón con un grupo de indios.

lunes, 4 de agosto de 2008

Pequeños destellos de la vida Californiana
El Silicon Valley es aburrido. Puede ser que sean demasiados geeks todos juntos o una manga de adictos al trabajo... la explicación científica exacta no la sé, pero es aburrido.
Para los que (al igual que yo antes de venir) no se ubican geográficamente, el Silicon Valley queda al sur de la Bahía de San Francisco. La ciudad más grande es en la cual yo vivo: San José. Es un canto a la vida con su millón de habitantes y el centro apenas más grande que el de Deseado. Suerte que para contrarrestar está San Francisco que no admite quejas: hay cosas para hacer, visitar, tiene un centro interesante, un barrio chino, uno japonés y uno italiano.
Sin embargo, señores, quiero en este momento agregarle una etnia más a esa ciudad... porque oculto en una esquina casi anónima se encuentra lo que yo desde ahora bautizo EL BAR MÁS ARGENTINO (y uruguayo, y paraguayo y sudbrasilero) DEL MUNDO.
Encontrarán curioso que lo llame de esta manera cuando les diga que el único argentino presente era yo. O que no había ni bandera ni música ni siquiera un partido de fútbol en la tele. No señor. Sin embargo en ese bar había algo tan pero tan argentino que en Argentina no se consigue porque sería demasiado.
Como dirían en España... "para muestra un botón":

Sé que es difícil sacarle los ojos de encima al loco de la guerra ese que se parece a Brad Pitt y saluda como Ronaldinho. Pero una vez superado el shock, podemos ver que una de las seis birras ofrecidas en el lugar era de YERBA MATE. Obviamente que después de explicarle al personaje este que el mate y yo somos congéneres, me pedí una... mirá si me la iba a perder!
Como verán, lo único verde es el dólar. En cuanto al gusto... jodido. Hecho birra, hasta a mí se me complica, que mateo hace muchos años. El mate es amargo que da miedo de por sí, así que imaginate hecho "matecerveza". La única comparación que encuentro sólo la van a poder entender los más osados: todos, los valientes y los cobardes, alguna vez nos dimos cuenta de que un carozo de durazno es pariente de una almendra. Sólo los más aventureros tuvimos los huevos de abrir uno con un martillo y comernos la pepita que hay adentro. Bueno, EXACTAMENTE ASÍ es la birromate.
Me la tomé con el orgullo patrio que la situación ameritaba, pero me faltó nacionalismo para pedirme otra. Era asquerosa, pobrecita.
Poné la pava, che.