miércoles, 29 de septiembre de 2010

Gran viaje gran (3 de 4)

El tercer día nos levantamos en Port Augusta (pronúnciese Port Ogasta) y nos fuimos al supermercado a abastecernos con bastante comida y agua, como todo el mundo nos había recomendado. Incluso un compañero de trabajo al que dos semanas antes del viaje le conté lo que teníamos planeado, trajo un mapa de Australia y me dio un consejo:
-Desde acá en adelante -dijo mientras aplastaba a Port Ogasta con su dedo índice- no hay nada. Nada de nada. Nada con N mayúscula. De verdad te lo digo, no hay palabras que enfaticen lo suficiente la nada que hay a partir de acá.
Otro chico, también nacido y criado en la australia rural, fue un poco más drástico:
-Ahí te podés morir.
Con estos consejitos en nuestro haber decidimos que la desgracia no nos encontrara con la panza vacía, así que atiborramos el coche de comida y agua hasta el máximo de las capacidades del baúl y de nuestras billeteras. Y así, con latas de atún hasta en la guantera, nos adentramos en lo que los australianos llaman el Outback.
Foto: Yo, a cargo del agua.
Y acá es donde necesito hacer un paréntesis. El viaje era al desierto y yo me imaginaba camellos, dunas y cincuenta grados a la sombra, pero resulta que el paisaje es muy parecido a la meseta patagónica. Por momentos era imposible notar la diferencia entre la Stuart Highway y la ruta 281. Idéntico. Salvo quizás las alimañas mortales de las que nosotros, gracias al cielo, carecemos.
Como no había absolutamente Nada (con mayúscula) entre Port Augusta y el pueblo donde haríamos la siguiente noche, se nos ocurrió mirar en el mapa carretero que llevábamos, a ver si había algún desvío que pudiéramos tomar. Mi jefe me había dicho que lo más interesante de esa zona era encontrar un pueblito perdido con cuatro casas, un pub y una estación de servicio (sí señores, estábamos buscando nuestro Tres Cerros australiano).
Finalmente uno de los cuatro cráneos (está bien, fui yo, pero estoy seguro de que las otras tres no tendrán problema en compartir la culpa), sugirió un desvío. Había cuatro puntitos en el mapa. Cuatro puntitos, cuatro pueblitos, pensamos, y nos doblamos a la derecha por un camino de tierra colorada.
Quince kilómetros más tarde vimos los primeros y últimos canguros de un viaje que no se caracterizó por la gran cantidad de fauna (aunque, para ser justo, más tarde encontraríamos también algunos emus). Nos planteamos darles algo de pan, como hacemos con los que tenemos cerca de casa, pero decidimos que no porque estos eran salvajes salvajes, y los "nuestros" son salvajes acostumbrados. Además, en un viaje al desierto no estábamos para andar dándole nuestras provisiones a la fauna del lugar.
Finalmente llegamos al primer puntito: una casa y un galpón. Nos salió a recibir un hombre cuyo inglés era tan entendible como el del perro que lo acompañaba (al perro al menos se le entendía el guau). Medio hablando, medio por señas, le expliqué nuestro plan de desvío, visitando su pueblo y los tres siguientes para finalmente reincorporarnos a la ruta asfaltada. La respuesta me la tuvo que repetir tres veces. La primera entendí privado y cuatro por cuatro. La segunda creí reconocer pueblo y volver. Recién a la tercera decodifiqué el mensaje entero:
-Esto no es un pueblo sino una estación de ganado. El resto tampoco son pueblos. El camino es privado y de acá en adelante sólo es accesible con una cuatro por cuatro. Vuélvanse a la ruta de asfalto.
Aquello fue demoledor.
Nos planteamos ignorar al hombre y seguir según el plan, pero nuestra naturaleza miedosa nos hizo volvernos a los cincuenta metros. Menos mal, porque cuando el cráneo que había sugerido tomar ese desvío volvió a mirar el mapa se dió cuenta que la línea punteada a partir del "pueblito" era ligeramente diferente a la de antes del pueblito. Las referencias del mapa lo decían bien claro: Únicamente cuatro por cuatro.
Nos volvimos con el rabo entre las piernas y continuamos el viaje hacia el norte en silencio, (yo al menos) rumiando el fracaso.
Nos quedaba de consuelo de que aquella noche dormiríamos en Coober Pedy, un pueblo que vive de las minas de ópalo y donde la gente duerme en casas subterráneas para no achicharrarse del calor que hace en verano. De hecho, la habitación que teníamos reservada estaba a 6 metros bajo tierra. Dormir en cuevas sería una experiencia nueva.
Y lo fue. Como también masticar polvo durante veinticuatro horas seguidas.
Nuestra habitación subterránea
Se ve que lo que no tuvimos en cuenta es que las minas no sólo están en las afueras sino también en el pueblo. De hecho, nuestro hotel había sido una mina antiguamente. No lo comprobé, pero me arriesgaría a decir que en Coober Pedy las huellas digitales se compran en el supermercado en packs familiares, porque con tanto polvo en el ambiente los dedos se te quedan lisos al tercer día.
Y no sólo hay casas bajo tierra, sino también un bar, restaurantes, hoteles, tiendas y hasta una iglesia serbia (lo juro) subterránea. Visitamos todo lo visitable, incluso la iglesia serbia, y llegamos los cuatro más o menos a la misma conclusión: Coober Pedy es la muerte en vida.

Foto: Los techos de Coober Pedy (nótense las chimeneas de ventilación saliendo del suelo)
El dueño del restaurante en el que cenamos se ve que no opinaba lo mismo, porque llevaba en el pueblo los treinta y dos años que hacía que se había ido de Italia. La única explicación que le encuentro es que era siciliano, y por más poderosa que sea la mafia, a Coober Pedy no te van a ir a buscar aunque les debas millones.
Le pregunté si siempre había tenido restaurante y me dijo que mayormente sí, aunque también había trabajado con los ópalos. Cuando le consulté si la minería era una buena forma de ganarse la vida, me respondió con la sabiduría de los grandes:
-Si fuera buena no estaría vendiendo comida.
Y con esa frase y un plato de ñoquis en el buche me fui a dormir, contento y empolvado, seis metros bajo tierra.

Recorrido del tercer día (no incluye desvío)

domingo, 12 de septiembre de 2010

Gran viaje gran (2 de 4)

A la mañana siguiente debíamos decidir si seguir por una carretera de costa u optar por una sembrada de viñedos (gracias Ana), aunque cualquiera fuese nuestra decisión había que levantarse tempranito porque estábamos atrasados unos 100 kilómetros con respecto al plan original.
No decantamos por los viñedos, para variar un poco y porque nos gusta el vino. De hecho, paramos en una bodega a comprarnos una botella de totín para disfrutar a la noche, donde fuera que termináramos pasándola.
Nuestra máquina entre viñedos.

Viñedos sin nuestra máquina :P (Esta foto me encanta)
Cerca del mediodía ya estábamos en Adelaida, una ciudad de primera. De primera porque si pasás en segunda no la ves (este chiste siempre me gustó mucho y por algún motivo no tiene el éxito que se merece). En fin, dicho a calzón quitado, nos pareció más bien chiquita y aburrida. Pobres ilusos y además desagradecidos, no sabíamos que era prácticamente el último bastión de civilización de nuestro viaje.
Buscando un lugar para comer dimos con un mercado donde había varios puestitos de frutas, verduras, comidas y algunos cafés y pizzerías (una especie de Boquería, pero en mini). Elegimos una mesa y mientras esperábamos nuestro almuerzo aprovechamos para comprar algún quesito y acompañar el vinacho destinado a celebrar la finalización del día dos.
Tras un almuerzo de casi dos horas nos volvimos a poner en ruta. El trayecto me pareció precioso, con mucho paisaje tipo irlandés (vaquitas y colinas verdes tipo el señor de los anillos).
Ya entrada la noche llegamos a Port Augusta (que vendría a ser el último pueblo donde comprar comida y agua antes de internarte en la nada) y esta vez no hubo historias para no dormir por parte de los dueños del motel, que era una familia de la India. En lugar de eso, la mujer me dijo que siempre había querido visitar la Argentina y me preguntó cómo estaba el tema de la seguridad. Le dije que todavía no estábamos al nivel de Mónaco, pero que íbamos en camino y se mostró decidida a visitar, este año o el que viene, nuestra gran pampa húmeda.
Volviendo a nuestro viaje, por suerte durante este segundo día nos repartimos la tarea de manejar el auto entre los cuatro, así que se hizo bastante más llevadero. Respecto a nuestras visitas Ana y Analía, las chicas se desempeñaron con más dignidad de la que esperábamos, teniendo en cuenta de que no es fácil que de golpe te pongan el volante del otro lado y te hagan ir por la izquierda.

El segundo día ya fueron más kilómetros

jueves, 2 de septiembre de 2010

Gran viaje gran (1 de 4)

Un viaje como el que hicimos se merece al menos diez entradas en el blog, pero para no espantar a la clientela, acotaré a cuatro.
Resulta que Analía y Ana decidieron pasar unas cuantas semanas en Australia y no sólo visitarnos sino también aprovechar para recorrer el país/continente. Nosotros, ni lerdos ni perezosos, nos unimos a ellas en una de las aventuras.
El primer día de este gran viaje gran, Trini y yo volamos a Melbourne a una hora inhumanamente temprana (después de una hora y pico de vuelo llegamos tipo 7:30 de la mañana, así que saquen cuentas a qué hora nos tuvimos que levantar). Tras recoger en el aeropuerto nuestro equipaje y las llaves de un auto de alquiler, un Holden (marca australiana) modelo Commodore con caja automática y bastante nuevo, nos pusimos en carrera sin perder un sólo minuto.
Las chicas habían ido a Malbourne un día antes para conocer un poco la ciudad y la idea era encontrarnos con ellas en las afueras para evitarnos el garrón de tener que meternos al centro en hora pico. El encuentro no pudo salir mejor ya que llegamos a la estación de tren en la que habíamos quedado exactamente al mismo tiempo. De hecho cuando íbamos a cruzar las vías en el coche se baja la barrera para que pase un tren... ¡Y era el de ellas! Fue sincronía de reloj suizo.
Una vez los cuatro reunidos empezamos a tirar kilómetros para el sudoeste hasta llegar a una ruta que se llama la "Great Ocean Road". Fiel a su nombre, va la mayoría del tiempo pegada al mar y los paisajes son impresionantes. En un momento corta un poco de campo y se mete a un bosque de eucaliptus. Al adentrarnos (esto no queda bien que yo lo diga pero lo voy a decir igual) comenté "en esta zona tiene pinta de que hay koalas". Y dicho y hecho! Doblamos la siguiente curva y vemos parado al costado de la ruta un colectivo y quinientos mil chinos sacando fotos a un árbol. Nos detuvimos y, efectivamente, había un koala en un arbol que no estaría a más de 3 metros de altura. Si estirabamos la mano seguramente podíamos tocarlo. El tema es que a pesar de parecer tan dóciles no es una buena idea intentar el contacto físico con los que están en libertad (basta con verles las uñas para entender por qué).
Le sacamos varias fotos una vez se fueron los chinos y nos medio adentramos en el bosque en busca de más ejemplares. Logramos ver otros 3 o 4, pero ninguno tan cerca como el primero.
Kilómetros, parar a comer y más kilómetros. Finalmente llegamos a la vedette de esa ruta, los doce apóstoles, que son formaciones de piedra caliza súper fascinantes producto de la erosión del viento y el agua. Hay columnas de piedra gigantes en el agua, sifones, gargantas y hasta un puente entre dos columnas (tipo el que se hace en el glaciar Perito Moreno, pero de piedra). Fue increíble. Fuimos avanzando por la ruta parando en cada uno de los miradores hasta que se nos acabó la luz (por suerte pudimos ver casi todo aunque al final nos agarró la noche).

Una vez oscuro, continuamos por un par de horas más hasta que, vencidos por el cansancio, buscamos un motel (tipo película yanqui) en el cual dormir. Mientras negociábamos el precio, la dueña nos metió un montón de miedo hablando de accidentes en la ruta por manejar de noche. Se ve que los canguros son mucho más impredecibles que las ovejas o los guanacos y para cuando los viste los tenés en el asiento del acompañante.
Por suerte, el cansancio me inhibió las pesadillas.

Nuestro recorrido el primer día

Hasta aquí el primer día del viaje, amiguitos. De a poco iré poniendo los otros.
¡Un abrazo!