martes, 26 de enero de 2010

El día que me convertí en australiano

Cuando tenía trece años empecé de la escuela secundaria y de buenas a primeras pasé del papel del galán grande añorado por las chicas de quinto grado a ser el más pequeño y pedirle al cielo que me miren las de quinto año, que ya llevaban un buen tiempo usando corpiño. Los montruos de sus compañeros, viejos de dieciocho con pelos hasta en el pecho, te organizaban una bienvenida a golpes en los baños, dándote el primer día de clases un motivo para estudiar cinco años: llegar a quinto y poder por fin darle patadas en el culo a los alfeñiques de primero.
También por aquella época jugaba en el equipo municipal de volley. Me acuerdo que en un viaje a San Julián, las chicas del equipo femenino encerraron en las habitaciones del albergue donde dormíamos a las más jóvenes para dejarlas salir al cabo de unos minutos llorando como si les hubieran matado a la madre. Las víctimas tardaron años en revelarme lo que había pasado dentro de esas cuatro paredes, pero al final lo logré: les bajaban los pantalones y la más vieja del grupo les retorcía con toda su fuerza vello y carne púbica a modo de bienvenida.
Era mi primer viaje con "los chicos de volley" y estaba contento de que no hubiera bautismo (esa es la palabra que se usaba en aquel momento) en el equipo masculino. Bueno, aparentemente me equivoqué, porque no me pregunten cómo ni de donde aparecieron todos mis compañeros, me tiraron al suelo y mientras me sujetaban pies, manos y cabeza uno me dió un chupón en el cogote (que para colmo lo tengo cortito) que me dejó una mancha morada y gigante durante varios días. Aquello para lo único que me sirvió fue para aprender que frotándote un peine no se te va un carajo. Con dieciséis años, tener un chupón de tu noviecita era un logro, pero tener uno del "chileno Vargas" era un poco denigrante.
Crecí escuchando historias sobre hombres escondiéndose en la casa de la suegra una semana antes de casarse para evitar que sus amigos los torturen durante la despedida de soltero. El diario Clarín dos por tres tenía una noticia de uno que había quedado estéril porque sus amiguitos le habían dejado demasiado tiempo un candado cerrado sobre los testículos o aquel pibe que metieron en una jaula y tiraron al mar pero después se dieron cuenta que habían perdido la llave.
En fin, para los que tengan el pasaporte de otro color: en mi país los ritos de iniciación son palabras mayores. Mientras más te quieran más te va a doler.
Por eso cuando a poco de llegar a este país alguien dijo en una fiesta que tenía que pasar una prueba para convertirme en australiano, dí un paso al costado.
-Lo siento, muchachos, pero yo con una nacionalidad ya tengo bastante. Les agradezco la hospitalidad pero a mí no me hacen boxear con un canguro de dos metros ni me meten una araña mortífera en el culo ni a cambio de un Óscar. Ustedes con su Cocodrilo Dundee, yo con mi Maradona y todos contentos.
La gente insistió. El público lo pedía a gritos y Romain, el francés que nos vendió el coche, me miraba con cara de cordero degollado para que no lo dejara solo. Terminé aceptando preguntándome cómo se puede ser tan idiota mientras Sam, el encargado de la prueba, se iba a la cocina relamiéndose a preparar todos los detalles del maquiavélico desafío australiano.
Cuando volvió trajo una caja del tamaño de las de cereales y de ella sacó dos galletitas de un nombre que no me acuerdo. Nos explicó al francés y a mí que el reto consistía en comernos una cada uno en menos de dos minutos sin poder tomar nada de líquido durante ese tiempo.
-Son muy secas -dijo en tono espeluznante abriendo los ojos grandotes.
No terminaba de entender dónde estaba el truco. Levanté la mano e hice unas cuantas preguntas que me vinieron a la mente.
-¿Las vas a mear?
-No.
-¿Llevan más de un año en la alacena?
-No, las compré la semana pasada.
-¿Las vas a untar con pasta de cucarachas?
-No.
-¿Alguien en la sala las va a mear?
-No, hay que comérselas así nomás. ¿Qué gracias tendría mearlas? Dejarían de ser secas -volvió a pronunciar la palabra secas en un tono que ponía la piel de gallina.
Me abstuve de seguir preguntando porque la gente se miraba entre sí extrañada, preguntándose cómo se me podían ocurrir esas cosas. Callé, comenzando a hacerme a la idea de que no me iba a doler.
Entonces, cuando estábamos a punto de empezar se abrió paso entre la multitud el que tenía más pinta de hooligan de todos los de la fiesta y dijo:
-Pero... obviamente eso no es todo.
Sabía que había algo más. No podía ser tán fácil.
-Al terminar tienen que silbar.
Se escuchó un "uuuuuhhhhh" generalizado en la multitud. Evidentemente la subida de la apuesta por parte del barra brava cambiaba las cosas y ahora sí estábamos hablando de algo serio.
Comenzaron a cronometrarnos y para cuando faltaban diez segundos Romain silbaba la Marsellesa y yo la Marcha de San Lorenzo. La gente aplaudió y algún emocionado (que siempre los hay) nos dió un abrazo fraternal, ahora sí de australiano a australiano.
No quiero que se me malinterprete ni mucho menos faltarle el respeto a la cultura australiana. De hecho se pegaban mucho a los dientes porque eran seeeecaaaaas (cara de película de terror). Lo que pasa es que viniendo de un país donde hacemos lo que hacemos teniendo vacas, guanacos y tatú-carretas, me imaginé que en la tierra de los cocodrilos, tiburones y serpientes la cosa sería algo más seria.
¡Por fin algo light por estos lares!

martes, 19 de enero de 2010

Para muestra un botón...

Acabo de recibir este mail de uno de los jefes (traducción al castellano debajo):

Hi Guys,

Please be aware that due to the weather lately, brown snakes are likely to be around, one was just spotted off site.

Thanks

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Hola Chicos,

Por favor tengan en cuenta que, dadas las condiciones del tiempo últimamente, es probable que haya serpientes marrones. Se acaba de ver una fuera de nuestras instalaciones.

Gracias

Esto da un poco de miedo si tomamos en cuenta que según wikipedia es una de las serpientes más mortíferas del mundo.
No me quiero moriiiiiiiir. :_(

lunes, 11 de enero de 2010

Una obra de ingeniería

Hace poco la vida me puso a prueba, forzándome a luchar por no sólo mi vida sino la de Trini y su familia. Procedo sin más preámbulos a dar parte de cómo se sucedieron los hechos.
Era una tarde tranquila y se respiraba ambiente navideño. Veníamos de la playa o de un viaje en barco para ver delfines, no lo recuerdo -no me quedó memoria para detalles sin importancia-. Llegábamos, cansados, al alojamiento en Port Stephens, donde pasaríamos tres días. Eran dos apartamentos contiguos, uno para Trini (grande) y Marta y otro para Trini (peque) y yo. Las puertas de ambos daban a una pequeña terraza de madera elevada unos treinta centímetros del suelo donde había una silla de camping para quien quisiera sentarse, por ejemplo, a leer.
Decía entonces que acabábamos de llegar y mientras sacábamos las llaves de una mochila interminable, alguien movió aquella silla maldita y todo lo que sobrevino fue desgracia. Un enjambre de avispas enfurecidas brotaron de debajo y se fueron directo a Trini, propinándole tres picaduras en sus miembros inferiores.
Para entender mejor lo que sucedió a continuación les pido que se familiaricen con esta esta imagen que, aunque no lo parezca, es un croquis y nos acompañará a lo largo de este post para explicarlo todo.
Con un poco de imaginación podemos ver las dos puertas (abajo), la silla maldita con el nido de avisas en color rojo (como todo lo peligroso en un croquis) y también vemos en la parte superior tres columnas que sostenían el alero del techo, protegiendo la terracita de la lluvia.
Rápidamente nos metimos al departamento de más alejado de la silla (que no era el nuestro) y Marta diagnosticó que su hermana sobreviviría. Agradecí compungido y pensé el el siguiente paso: la venganza.
El nido lo localizamos mucho después de las picaduras, cuando la mamá de Trini, la única valiente como para mover esa silla, la dió vuelta y las vimos ahí todas revoloteando.
Cuando se calmaron un poco, la mujer nos sorprendió al arrastrar la silla hasta el borde de la tarima de madera. Sentenció que si la tirábamos terraza abajo, se calentarían bastante, picando todo lo que tuviese a su alcance. Sus corajudos esfuerzos habían alejado un poco el peligro, pero para nuestro cobarde gusto seguía estando demasiado cerca de la puerta. Sólo estaríamos tranquilos una vez hubiéramos lanzado aquella amenaza fuera de la terracita.

Y ahora es cuando entro yo: me acuerdo que de chico tanto a mi viejo (él ya no era tan chico) como a mí nos gustaba Mc Giver, aquel tipo que con un chicle y un reloj era capaz de improvisar una bomba o con una papa y una aguja de tejer te sintonizaba LRI 200, radio Puerto Deseado "la que llega más lejos". Pensé que era momento para capitalizar todas esas horas frente al televisor. Entonces me armé de valor y fui al coche para ver de qué disponía.
Después de una análisis de la situación me decidí por un paraguas, una botella de plástico y una soga. Até cada objeto en un extremo y tiré el paraguas debajo de la silla, quedándome con la botella. Creo que tantas horas pescando con mi viejo también sesgaron de alguna manera la naturaleza del invento. Así es como queda la situación entonces (nótese cómo yo sólo asomaba lo estrictamente necesario):

Una vez el anzuelo-paraguas estuvo debajo de la silla, tiré la botella-plomada de tal manera que la la cosa quedó así:

Entonces sigilosamente rodeé la silla, siempre a una distancia prudencial, hasta alcanzar la botella. Luego volví inmediatamente a mi guarida, quedando la situación de la siguiente manera:

Me imagino que ya irán captando la idea: tengo la silla enganchada y basta con tirar de la soga para cumplir nuestro objetivo de sacarla de la terraza. Sin embargo, el destino me plantearía nuevos retos. Al tirar de la cuerda se me enganchó la silla en la columna. Me desesperé por un momento hasta que se hizo la luz. Desaté la botella de plástico y la lancé al mejor estilo bowling, liberándola.

Y bastó un tironcito más para poder declarar la misión cumplida.

Se generó un avisperío que no pudimos salir de nuestra guarida durante varias horas, pero el objetivo estaba alcanzado. Una vez se hubieran calmado y encontrado otro lugar donde anidar, no nos volverían a molestar (ni nosotros a ellas).
Pongo esta historia en el blog porque ya me ha pasado que tras mi entusiasmo al contarla, la gente le resta importancia. El argumento más común es "¿y era necesario todo eso? ¿por qué no le pegaste una patada repentina y te volviste corriendo?".
La única esperanza que me queda son ustedes, pues confío en que alguno sepa apreciar la elegancia de la solución. Quizás estemos ante otro de los miles de casos en que se usa una bazooka para matar un mosquito, pero yo pienso ¿qué más da? ¿no es más divertido dispararle con una bazooka que blandir un insecticida?
Para terminar, quiero agradecer a Claudi y Ana que cuando se enteraron de nuestra eventura australiana nos regalaron una navaja que nos fue útil más de una vez y la soga que protagoniza, junto a anzuelo-paraguas y botella-plomada, este relato.