jueves, 14 de octubre de 2010

Gran viaje gran (4 de 4)

Última entrega de este espectacular viaje, señores.
Nos despedimos de Coober Pedy con lágrimas en los ojos (no de tristeza sino de tanto polvo) y encaramos el tramo más monótono del viaje: casi ochocientos kilómetros de nada absoluta, ni siquiera un mísero canguro vimos.
Eso sí, camiones, los que se te ocurran. Acá tienen los que llaman road trains (trenes de carretera) que vienen a ser unos camiones enormes con hasta cuatro acoplados. La mayoría de los que nosotros nos cruzamos llevaban ganado (vacas), pero aparentemente los hay de todo tipo y color.

Un road train posando detrás mío.
Y así se pasaron esas ocho horas o más: mucho road train y alguna que otra parada para cargar combustible, comer o hacer pipí.
Cuando según nuestros mapas faltaba poco para llegar, apareció en el horizonte lo que sería la coronación de nuestro viaje: Uluru o the rock, que es como la llaman los australianos.

Típica foto de emocionados que no pueden esperar a tenerlo cerca (Trini continúa con las drogas).
Al llegar al cámping, unos que estaban acampados enfrente nuestro se me acercaron y me preguntaron cómo había hecho para traerme tres chicas al campamento. Obviamente, no le revelé el secreto, ni siquiera cuando me recomendó que no nos perdiéramos el amanecer en "The Olgas", que es la única otra formación rocosa de por esos pagos.
Fuimos, y fue precioso. En las fotos no se puede apreciar la roca iluminándose poco a poco conforme el sol asoma en el horizonte. No alcanza con decirlo, pero es hermoso.

Valió la pena levantarse a las cinco de la mañana.

Por un error de comunicación, Ana entendió Antártida en lugar de Australia.

Dedicamos el resto del día a caminar alrededor de Uluru, un paseíto de cuatro horas largas que valió la pena cada paso de los once kilómetros. La roca por momentos parece un tobogán de un parque acuático, luego unas cuevas te hacen acordar de la boca de un enorme tiburón, e incluso una parte tiene un aire al perfil de Maradona.

Diego estampado en Uluru (lo recordaba más parecido).

Festejando los once kilómetros.
Al día siguiente queríamos hacer una caminata con un guía aborígen, pero se suspendió porque llovió a cántaros (al final es como yo digo, desierto las pelotas. ¡Un momento! A lo mejor Ana no estaba tan errada con el atuendo).
Poniéndonos serios un segundo, el tema de los aborígenes es delicado. El gobierno les devolvió las tierras donde está Uluru (al que ellos consideran sagrado) a cambio de un contrato para que ellos, el gobierno, lo administrase durante 99 años. Te lo devuelvo pero me lo quedo un siglo más.
Hay una especie de tensión, por ejemplo, con el tema de escalarlo. Los visitantes pueden subir a la cima de la piedra si las condiciones climáticas lo permiten pero son avisados de que los aborígenes lo consideran una ofensa. Es decir, que el turista sin comerla ni beberla se encuentra entre la espada y la pared pensando "tengo la posibilidad de subir uno de los monolitos más emblemáticos del mundo, pero al hacerlo estaría ofendiendo a gente que lo considera sagrado". Y las balanzas de cada uno pesan distinto. En nuestro caso no hubo decisión que tomar porque estaba cerrado por fuertes vientos, aunque no lo hubiéramos escalado.
Otro tema son las adicciones. Para comprar alcohol en el pueblo uno tiene que tener un pase que se obtiene al hospedarte en un hotel o un camping. No se le vende alcohol a los aborígenes. Pero lo más curioso es el combustible que se usa en esa zona, llamado Opal, que está diseñado para que no sea inhalable (mejor dicho, para que al inhalarlo no tenga efectos narcóticos). También venden del otro, pero tenés que pedir una llave dentro de la estación de servicio para destrabar el surtidor.
Estos temas fueron quizás el único pequeño sabor amargo que me dejó el viaje. Australia está considerada parte del primer mundo pero tienen en el centro gente a la que ignoran tanto como nosotros a los nuestros. El blanco no quiere al negro por vago y primitivo, y el negro no quiere al blanco por invasor y destructor. Y así va el mundo.
Devolvimos el coche en el aeropuerto, 3060 kilómetros más tarde que el primer día.
Analía, Ana y Trini, gracias. Fue un placer.

Cuarto y último día (de coche)